El protagonista de 'Adolescencia'.

El protagonista de 'Adolescencia'.

Tribunas

Cómo fabricar un 'incel' misógino, machista y violento

El enemigo no está ahí fuera. Está en nuestro sofá, en el móvil de nuestros hijos, en esos rincones de internet donde el odio se disfraza de debate.

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El mundo no se ha vuelto extraño para mí, pero sí peligrosamente hostil para los más vulnerables.

No son las guerras lejanas ni las crisis económicas lo que debería quitarnos el sueño, sino esa arma letal que hemos entregado a nuestros hijos sin manual de supervivencia: internet.

Mejor dicho, las redes sociales y los videojuegos.

Esos universos paralelos donde se forjan identidades torcidas y se alimentan problemas mentales o malas personas.

Tras ver Adolescencia, esa serie que escuece como alcohol en la herida abierta de muchos padres, no puedo evitar recordar los casos que he visto como perito informático. Vidas destrozadas no por balas, sino por píxeles. No por cuchillos, sino por mensajes.

Y por una cultura que incuba depredadores en las sombras digitales.

Llevo años arrastrando el peso de expedientes judiciales en los que menores (sí, esos mismos que deberían estar jugando al fútbol en el parque y saludando amablemente a los vecinos) administran grupos de WhatsApp donde se comercia con pornografía infantil.

Donde el sexting convierte a chicas de catorce años en mercancía de usar y tirar. En objetos rotos que terminan en urgencias psiquiátricas, en un burdel digital llamado OnlyFans o, en el peor de los casos, bajo tierra.

Lo aterrador no es que ocurra. Lo aterrador es que ya nadie se sorprende.

[Atención, spoiler]

En un momento revelador, Jimmy, el protagonista de Adolescencia, frunce el ceño cuando la psicóloga le pregunta por qué tiene Instagram. "Para ver lo que suben los demás", responde, como si la pregunta fuera absurda.

Como si vivir sin ese voyeurismo digital fuera imposible.

"Padres, profesores y autoridades se parapetan tras el 'no entiendo de tecnología', como si la ignorancia fuera un escudo y no una negligencia"

Esa frase, aparentemente trivial, es el síntoma de una pandemia social: la normalización de la vigilancia constante, de la exposición obligatoria. De esa pornografía emocional que llamamos redes sociales.

Mientras tanto, padres, profesores y autoridades se parapetan tras el "no entiendo de tecnología", como si la ignorancia fuera un escudo y no una negligencia.

Pero el verdadero cáncer no son las pantallas. El cáncer es lo que se construye detrás: la cultura incel, ese veneno que contamina a jóvenes frustrados, aislados, educados en el mito del macho alfa, en la pornografía como sustituto del afecto, en la mujer como trofeo o enemiga.

España no es inmune. Aquí también hay niños que crecen creyendo que el sexo es un derecho, no un acto compartido. Que la soledad justifica el odio.

Y lo más grave es que no son casos aislados. Son tus vecinos. Los compañeros de pupitre de tu hija. El juez que archiva una denuncia por "falta de pruebas". El agente que no sabe qué hacer cuando una adolescente llora en comisaría porque un vídeo íntimo suyo circula por Telegram.

La fabricación de un incel no empieza a los dieciocho años. Comienza mucho antes: cuando un niño de diez años escucha a su padre llamar "puta" a una mujer o "lo buena que está" a las que pasan por el bar.

Cuando sus compañeros de colegio ridiculizan al tímido por ser virgen.

Cuando los profesores miran hacia otro lado ante comentarios obscenos en el aula.

Cuando su primer contacto con el sexo es un vídeo violento de Pornhub.

Cuando pasa más horas en foros de haters que en el parque.

Es un proceso lento, una intoxicación diaria. Y cuando ese chico cumple veinte años, ya no es un inadaptado: es una bomba de relojería.

Adolescencia retrata, con una crudeza admirable, cómo los padres se aferran a la negación. Cómo un hombre interroga a su hijo, mirándole a los ojos, "¿lo has hecho?". Y el muchacho, frío como código binario, miente sin pestañear.

Lo he visto demasiadas veces. En mi despacho, he tenido frente a mí a pederastas de sonrisa fácil, cuando los metadatos los delatan, y a violadores que juran inocencia, cuando los datos de conexión de sus dispositivos lo culpan.

Y siempre, siempre, hay alguien detrás dispuesto a justificarlos.

"Es un buen chaval". "Son cosas de jóvenes".

El instinto de proteger a los nuestros es humano. Pero cuando se convierte en omisión, nos hace cómplices. Me pregunto si existe el sesgo de confirmación incondicional por los seres queridos.

En Adolescencia hay otra escena demoledora.

La chica envía una foto íntima al chico que le gusta, confiando en un secreto que deja de serlo en cuanto él pulsa 'reenviar'. Esa imagen, robada y multiplicada como un virus, llega hasta los ojos del protagonista, un joven ya resentido, ya herido, que acumula rabia como otros acumulan likes.

Cuando ella lo llama "incel" con iconos (quizás como burla, quizás como diagnóstico), esa palabra actúa como el último empujón hacia el abismo.

Pero aquí surge la pregunta incómoda. ¿Quién carga realmente con la culpa inicial? ¿El chico que traicionó su intimidad? ¿Los padres del chico? ¿El asesino? ¿Los padres del asesino?

Quizás debamos valorar las posibles separatas que pueden abrirse después de un caso así y que pocas veces veo en los juzgados.

La respuesta es incómoda porque implica a todos. En nuestra sociedad el respeto es un concepto abstracto, la intimidad se regala como moneda de cambio y la humillación ajena se consume como entretenimiento.

Los menores repiten lo que ven: adultos que graban peleas en vez de pararlas, que comparten memes crueles disfrazados de humor, que normalizan el "esto es lo que hay".

¿Cómo extrañarse, entonces, de que un adolescente no entienda el valor de una imagen privada? ¿O que otro la use como arma?

"Cuando llevé mis propuestas al Parlamento andaluz para blindar a los menores contra la pornografía, hasta viejos amigos me tacharon de alarmista"

El problema no es tecnológico. Es moral. Hemos creado un ecosistema donde el daño ajeno no duele hasta que toca nuestra puerta.

Y para entonces, a veces, ya hay un cadáver.

La adolescencia eterna no nos libera. Nos convierte en mentirosos, en cobardes, en potenciales agresores. Hoy toca decidir. Seguir fingiendo que esto no va con nosotros o admitir que estamos criando una generación de víctimas y depredadores.

El enemigo no está ahí fuera. Está en nuestro sofá, en el móvil de nuestros hijos, en esos rincones de internet donde el odio se disfraza de debate y la misoginia de "opinión polémica".

Algunos lectores se escandalizarán. Lo sé por experiencia. Cuando llevé mis propuestas al Parlamento andaluz para blindar a los menores contra la pornografía, hasta viejos amigos me tacharon de "alarmista".

Pero la tecnología nunca fue el problema. Somos nosotros. Nuestra complacencia. Nuestro miedo a admitir que el monstruo no nace: se hace.

Y si no reaccionamos, el futuro no será un espejo roto, sino una pantalla en negro donde ni siquiera quede reflejo que reconocer.

*** Jorge Coronado es perito informático.